Aquí les comparto mi cuento, uno de los 30 ganadores del Segundo Concurso Nacional del Cuento RCN-MEN.
Al alba se acercaba. El canto de los gallos despertó a María Adela, una joven de 17 años para quien el mundo había dejado de sonreír y le mostraba una de sus más oscuras caras. Contempló su destartalado reloj y notó que apenas eran las tres y media de la madrugada, una hora demasiado temprana para interrumpir su sueño... y el de su bebé, si es que ya podía atreverse a llamarlo así pues sólo tenía unas semanas de gestación. Se levantó cautelosamente y se dirigió al rancho que servía de cocina por un vaso con agua, haciendo el menor ruido posible para no despertar a sus compañeros. Llevaba pocos meses compartiendo con ellos, pero le parecía haber estado ya mucho tiempo en aquel infierno. Pasó al patio de la guarida, porque de casa no tenía mucho, y observó el cielo, un techo lleno de hermosas estrellas. Por un momento envidió al viento que tenía la libertad de volar por donde quisiera. Cerró sus ojos para respirar el aroma a naturaleza que le producía al mismo tiempo una sensación terrorífica y un recuerdo amable. Recordó su infancia, aquella humilde casa que la había acogido hasta hacía poco, aquella mujer que había pasado noches en vela cuidando de su bienestar y el de sus hermanos, aquel hombre llamado padre que había partido un día para nunca regresar y todo lo que en ese momento anhelaba y extrañaba intensamente.
Pensó en escapar de ese horrible sitio, pero recordó cuántas veces había alimentado este pensamiento vanamente y al final la idea de su debilidad de mujer la había poseído, internándola cada vez más en el corazón de aquella inmensa selva. Inmediatamente el ideal por el cual se encontraba allí reapareció en su mente; recordó aquel día en que aquellos inhumanos guerrilleros irrumpieron en la paz de su hogar para llevarse a Juan Diego, su hermanito de 12 años; recordó también la estúpida idea, porque no fue para nada inteligente, de partir al día siguiente hacia esa espesa selva que quizás escondía al pequeño, para ir en su rescate. Lamentó no haber luchado a muerte cuando se encontró con los hombres armados que la capturaron y llevaron a su campamento.
De repente escuchó de nuevo el canto del gallo, que la sacó del trance en el que había estado durante esos minutos. Se tocó el vientre intentando sentir a su hijo, la única razón que tenía para seguir luchando en ese mortífero lugar.
El sol dejaba ver sus primeros destellos, parecía inverosímil que hubiera gastado el poco tiempo que tenía para descansar en recuerdos que destrozaban más y más su corazón. Sus compañeros empezaron a despertarse. Cuando Adela entró del patio chocó con Emilio, un despreciable hombre que se había aprovechado de su inocencia y ahora era el padre de su hijo. Sus intestinos se retorcían cada vez que veía esa horrible sonrisa mueca. Aceleró el paso, se dirigió al camastro en el que dormía y lo organizó lo mejor posible. Enjuagó su cara y vistió su traje de batalla; se aseguró una vez más de que su vientre no se notara, no quería que la mataran habiendo estado tan poco tiempo con su hijo. No lamentaba haber pisoteado la regla que le habían impuesto de no quedar en embarazo, igual ya era demasiado tarde.
Hacía frío aunque el sol estaba presente. Las mujeres del campamento debían marchar a conseguir comida. María cogió sus cosas y emprendió su camino. Esto hacía parte de su rutina, pero ese día se sentía diferente. Sentía que algo se estaba confabulando a su favor y era la ocasión de jugarse el todo por el todo. Tal vez Dios se estaba apiadando de ella, o más bien de su hijo.
El mismo bosque espeso y agreste era testigo de que ella no estaba allí por voluntad propia. Nunca había albergado en los ideales de su vida formar parte de un grupo sedicioso, ni dispararles a unos soldados que respaldaban una seguridad democrática de un gobierno corrupto ni nada por el estilo.
Pensó en lo que había deseado al amanecer, la libertad del viento. Había una energía camuflada en su interior que la animaba a huir. Lo meditó durante varias horas. Tenía miedo de lo que pudiera acontecer pero a la vez estaba ansiosa por intentarlo. Imaginaba la sonrisa de su madre, un abrazo de sus hermanos y todo aquello que la impulsaba a escapar. Recordó a Juan Diego, pero no podía hacer nada por él. Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Las ansias de libertad volvieron a poseerla. Planeó todo; la noche siguiente abandonaría ese lugar y se dirigiría a donde su corazón le indicara, a donde el todo poderoso la quisiera llevar. Apretó fuerte su rosario y se encomendó a su Dios. Eran las seis de la tarde. Había sido un día aparentemente tranquilo. Cerca de la una de la mañana partiría cautelosamente. Había estado muy distraída todo el día. El momento se avecinaba. María Adela estaba muy nerviosa. Una sensación de frío recorría todo su cuerpo y al llegar a su cabeza se convertía en ilusión. Después de un gran trabajo logró cruzar el umbral. Sintió una emoción inmensa, ya estaba fuera de la casucha; ahora solo le restaba dirigirse a un lugar indefinido que pudiera protegerla del peligro del monte, de los animales y sobre todo de los uniformados que cuidaban el campamento aquella noche.
Llevaba pocas horas en su marcha y sentía que había caminado por días; estaba muy cansada. De repente sintió que la observaban, el sudor rodaba por su cara aunque la noche helaba; decidió no mirar hacia atrás, no regresaría jamás.
Su corazón le dijo que era el momento oportuno de correr y lo hizo tan rápido como nunca lo había imaginado, porque ya escuchaba los pasos de los guardianes que venían tras ella. Corrió y corrió, había andado tanto que su cuerpo le suplicaba que se detuviera, pero su interior la animaba a seguir. De pronto escuchó algo que sus oídos nunca hubieran querido oír, las únicas dos palabras que arruinarían todo su plan: "alto ahí". Sintió ganas de llorar pero no dejó de correr; avanzó un poco más. Una vez más se dio cuenta que todo esto sería en vano, que la vida era injusta porque ni siquiera se había apiadado de esa criaturita que aguardaba en su vientre. Un grito se escuchó por toda la selva. Una ráfaga de balas atravesó su cuerpo con la misma libertad que tenía el viento para revolcarle los cabellos. Muchas cosas pasaron por su cabeza en aquel momento: su hijo, su hermanito, toda su familia. Sintió cómo su sangre hervía y la hacía caer rendida ante la naturaleza. Dio gracias a Dios por haberle permitido llegar hasta ahí y sintió como su alma y la de su bebé volaban libres cuan pájaro en el hermoso cielo.
Pensó en escapar de ese horrible sitio, pero recordó cuántas veces había alimentado este pensamiento vanamente y al final la idea de su debilidad de mujer la había poseído, internándola cada vez más en el corazón de aquella inmensa selva. Inmediatamente el ideal por el cual se encontraba allí reapareció en su mente; recordó aquel día en que aquellos inhumanos guerrilleros irrumpieron en la paz de su hogar para llevarse a Juan Diego, su hermanito de 12 años; recordó también la estúpida idea, porque no fue para nada inteligente, de partir al día siguiente hacia esa espesa selva que quizás escondía al pequeño, para ir en su rescate. Lamentó no haber luchado a muerte cuando se encontró con los hombres armados que la capturaron y llevaron a su campamento.
De repente escuchó de nuevo el canto del gallo, que la sacó del trance en el que había estado durante esos minutos. Se tocó el vientre intentando sentir a su hijo, la única razón que tenía para seguir luchando en ese mortífero lugar.
El sol dejaba ver sus primeros destellos, parecía inverosímil que hubiera gastado el poco tiempo que tenía para descansar en recuerdos que destrozaban más y más su corazón. Sus compañeros empezaron a despertarse. Cuando Adela entró del patio chocó con Emilio, un despreciable hombre que se había aprovechado de su inocencia y ahora era el padre de su hijo. Sus intestinos se retorcían cada vez que veía esa horrible sonrisa mueca. Aceleró el paso, se dirigió al camastro en el que dormía y lo organizó lo mejor posible. Enjuagó su cara y vistió su traje de batalla; se aseguró una vez más de que su vientre no se notara, no quería que la mataran habiendo estado tan poco tiempo con su hijo. No lamentaba haber pisoteado la regla que le habían impuesto de no quedar en embarazo, igual ya era demasiado tarde.
Hacía frío aunque el sol estaba presente. Las mujeres del campamento debían marchar a conseguir comida. María cogió sus cosas y emprendió su camino. Esto hacía parte de su rutina, pero ese día se sentía diferente. Sentía que algo se estaba confabulando a su favor y era la ocasión de jugarse el todo por el todo. Tal vez Dios se estaba apiadando de ella, o más bien de su hijo.
El mismo bosque espeso y agreste era testigo de que ella no estaba allí por voluntad propia. Nunca había albergado en los ideales de su vida formar parte de un grupo sedicioso, ni dispararles a unos soldados que respaldaban una seguridad democrática de un gobierno corrupto ni nada por el estilo.
Pensó en lo que había deseado al amanecer, la libertad del viento. Había una energía camuflada en su interior que la animaba a huir. Lo meditó durante varias horas. Tenía miedo de lo que pudiera acontecer pero a la vez estaba ansiosa por intentarlo. Imaginaba la sonrisa de su madre, un abrazo de sus hermanos y todo aquello que la impulsaba a escapar. Recordó a Juan Diego, pero no podía hacer nada por él. Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Las ansias de libertad volvieron a poseerla. Planeó todo; la noche siguiente abandonaría ese lugar y se dirigiría a donde su corazón le indicara, a donde el todo poderoso la quisiera llevar. Apretó fuerte su rosario y se encomendó a su Dios. Eran las seis de la tarde. Había sido un día aparentemente tranquilo. Cerca de la una de la mañana partiría cautelosamente. Había estado muy distraída todo el día. El momento se avecinaba. María Adela estaba muy nerviosa. Una sensación de frío recorría todo su cuerpo y al llegar a su cabeza se convertía en ilusión. Después de un gran trabajo logró cruzar el umbral. Sintió una emoción inmensa, ya estaba fuera de la casucha; ahora solo le restaba dirigirse a un lugar indefinido que pudiera protegerla del peligro del monte, de los animales y sobre todo de los uniformados que cuidaban el campamento aquella noche.
Llevaba pocas horas en su marcha y sentía que había caminado por días; estaba muy cansada. De repente sintió que la observaban, el sudor rodaba por su cara aunque la noche helaba; decidió no mirar hacia atrás, no regresaría jamás.
Su corazón le dijo que era el momento oportuno de correr y lo hizo tan rápido como nunca lo había imaginado, porque ya escuchaba los pasos de los guardianes que venían tras ella. Corrió y corrió, había andado tanto que su cuerpo le suplicaba que se detuviera, pero su interior la animaba a seguir. De pronto escuchó algo que sus oídos nunca hubieran querido oír, las únicas dos palabras que arruinarían todo su plan: "alto ahí". Sintió ganas de llorar pero no dejó de correr; avanzó un poco más. Una vez más se dio cuenta que todo esto sería en vano, que la vida era injusta porque ni siquiera se había apiadado de esa criaturita que aguardaba en su vientre. Un grito se escuchó por toda la selva. Una ráfaga de balas atravesó su cuerpo con la misma libertad que tenía el viento para revolcarle los cabellos. Muchas cosas pasaron por su cabeza en aquel momento: su hijo, su hermanito, toda su familia. Sintió cómo su sangre hervía y la hacía caer rendida ante la naturaleza. Dio gracias a Dios por haberle permitido llegar hasta ahí y sintió como su alma y la de su bebé volaban libres cuan pájaro en el hermoso cielo.
Existe furza narrativa y hay manejo de lenguaje literario. Yo recomendaría estructurar el texto desde pausas que creo necesarias en el relato para mantener vivo el interés del lector
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