lunes, 25 de octubre de 2010

REFLEXIÓN SOBRE MI PRÁCTICA SIMULADA Y PRIMERA PRÁCTICA VERDADERA EN EL CENTRO DE ESCRITURA

Además de mi reflexión sobre la práctica simulada en la cámara de Gessel, en donde tuve el privilegio de contar con un actor de primera línea, quiero comentar también lo que sentí y experimenté hoy, en mi primera tutoría del Centro de Escritura.

En ambas ocasiones me sentí asustada al principio y muy lejana al estudiante. Sin embargo, siempre tuve claro que por ningún motivo podía dejar que éste saliera de la tutoría sin haber adquirido algún conocimiento, por mínimo que fuera, y creo que lo logré.

Creo que dos de los aspectos que debo mejorar y tener presentes siempre son indagar por la tarea y establecer una agenda para la sesión. Personalmente, me resulta difícil comprender cómo puede establecerse una agenda de la sesión sin saber ni siquiera cuáles son las fallas que tuvo el escritor y qué podría recomendársele. No obstante, después de la tutoría de hoy, estuve pensando sobre esto y descubrí que la agenda se alimenta de la información recogida en la indagación por la tarea. Ahí podemos darnos cuenta un poco de qué tanto sabe el estudiante de lo que debe hacer, si lo ha hecho antes o es su primera vez, etc. y así establecer el orden del día.

Algo que me llamó la atención fue que, en mis dos tutorías (la simulada y la verdadera), tuve que pensar bastante y elaborar lo que denominamos “besito” y que se refiere a lo que podemos destacar del texto para que el estudiante se motive y se disponga a hacerle las otras correcciones. No me gusta usar expresiones como “tu texto está bien” o “me gustan tu escrito, es interesante”; me parecen frases incompletas, pues sería bueno que el estudiante sepa qué es lo que realmente están destacando y no que se conforme con una frase que dice mucho pero a la vez no dice nada.

Después de pasados pocos minutos en las tutorías, finalizadas la presentación y la lectura del texto en voz alta, me sentí más en confianza con los estudiantes, los vi como personas muy similares a mí y que a diario se enfrentan a situaciones parecidas a las mías, por ejemplo la cantidad de trabajos pendientes, el inconformismo con algunas clases o profesores, etc. Estar en confianza y sentirse bien con el estudiante es muy importante en una tutoría porque, creo, así puede trasmitirse todo más fácil. Vale aclarar que si llevamos esto al extremo, el estudiante podría volverse confianzudo y pretender que nosotros, los tutores, le hagamos el trabajo.

Algo curioso y cómico que me sucedió en ambas tutorías fue que los estudiantes recibieron llamadas telefónicas que los hicieron desviar de sus trabajos. Lo bueno es que, creo, la reacción que tuve fue la adecuada, pues decidí mirarlos mientras hablaban para que se dieran cuenta de que los estaba esperando y si se demoraban el problema era de ellos. El plan fue todo un éxito: los dos estudiantes colgaron al poco tiempo y siguieron con sus trabajos.

Otro aspecto que considero fundamental en una tutoría es verificar si el estudiante entendió las tareas pendientes y el por qué de cada corrección y/o comentario. Sólo así podrá lograrse un mejor escritor y no sólo un buen escrito. Sin embargo, creo que no tuve en cuenta lo suficiente este aspecto y supuse que mis estudiantes entendían perfectamente mis sugerencias.

Por último, creo que al final de las tutorías fui muy directiva con los estudiantes. Tal vez me faltó indagarlos, dependiendo de las tareas pendientes, sobre los métodos que acostumbran a usar para resolver ese tipo de problemas, por ejemplo. Ser directivo sólo hace que el estudiante se sienta regañado y que haya una barrera entre estudiante y tutor, como si uno fuera superior al otro.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

domingo, 5 de septiembre de 2010

MI PROCESO DE ESCRITURA

Un proceso es algo que cambia constantemente: mejora, empeora, avanza, retrocede, se complica, se facilita, pero nunca se detiene. Con esta idea comenzaré a contar, a grandes rasgos, cómo ha sido y cómo es mi proceso de escritura porque, como dije anteriormente, es algo nunca se detiene.

Después de muchos días de revolcar mis recuerdos, me di cuenta de que mi proceso de escritura empezó a ser realmente significativo a partir de grado sexto. Mi nuevo profesor, Gonzalo Orozco, dijo desde el primer día de clase que leeríamos varios libros durante todo el año. Como era de esperarse, la idea me pareció terrible porque no había leído ninguno en los diez años de vida que tenía en ese momento. Todo el salón se confabuló para hacerle saber al maestro que no queríamos leer, que nunca lo habíamos hecho y que no nos hacía falta. Afortunadamente, Gonzalo no nos hizo caso y dijo que lo sentía pero que él debía seguir el programa del curso.

Fue así como unas semanas después empezamos a leer Corazón, una obra muy hermosa que nos atrapó casi a todos. No me puedo quejar, todos los libros que leímos ese año fueron muy llamativos e hicieron que me enamorara de las letras. Además, después de que terminábamos de leer cualquiera, debíamos entregar el resumen en nuestro querido “cuaderno de resúmenes“. Era una tarea tediosa pero aportó mucho a mi escritura porque siempre trataba de hacerla mejor.

En los años posteriores, gracias a mi excelente desempeño académico y espíritu colaborativo, me gané el cariño de Gonzalo. Le ayudaba a calificar las tareas de otros compañeros, me daba plazo para entregar las tareas cuando “no había tenido tiempo suficiente para hacerlas”, me nombraba su monitora para colaborarles a mis compañeros antes de que entregaran los trabajos, etc. Al principio me encantaba ser una de sus estudiantes preferidas, pero, luego, cuando vi que me apreciaba mucho y confiaba tanto en mí que a veces con sólo ver mi nombre en un trabajo ya lo calificaba como excelente, me decepcioné un poco.

Aunque era consciente de que las buenas notas no se debían sólo a la calidad de mis tareas sino a que éstas fueran hechas particularmente por mí, confieso que me aproveché de la situación todo el bachillerato. Ya en los últimos años, cuando era una adolescente y tenía el ego por las nubes, pensaba que simplemente mis trabajos eran excelentes. Ahora que observo todo desde afuera, me doy cuenta de que el profesor me hizo un daño porque me volvió muy confiada en cuanto mi escritura y me quitó las ganas de esforzarme y mejorar cada vez más, igual para qué lo hacía si siempre obtenía la nota máxima…

A pesar de todo, debo reconocer que mi escritura sí era buena y me atrevo a decir que mejor que la de todos mis compañeros del colegio. Durante mi bachillerato, me leí absolutamente todos los libros que el maestro nos mandaba. Pienso que esto fue lo que más nutrió mi proceso de escritura. Con los libros aprendí ortografía, cohesión, coherencia, vocabulario, etc.

Más adelante, en el año 2007, se lanzó el Primer Concurso Nacional de Cuento. Cuando me enteré me dieron muchísimas ganas de participar. Escribí un cuento triste y lo mandé con muchas expectativas. Desafortunadamente, pasaron los días y no recibí ninguna señal que me indicara que había ganado. Aunque me desmotivé bastante, participé en el del año siguiente. Volví a escribir el cuento, también triste, y lo envié. A los pocos meses recibí una llamada por la que me enteré de que mi cuento estaba entre los mejores 90 del país, que debía esperar el veredicto final para saber si ganaba. No existen palabras para expresar lo que sentí cuando colgué la bocina.

A los pocos días recibí otra llamada. Me dijeron que mi cuento había sido uno de los 30 ganadores y que necesitaban diligenciar una serie de documentos para que yo pudiera recibir todos los premios. Ésta fue una de las mejores noticias que he recibido en toda mi vida e hizo que volviera a confiar plenamente en mí y en mi escritura. Fue también el inicio de mi amor por los cuentos. Ahora no encuentro mejor pasatiempo que sentarme a dejar volar mi imaginación.

Sin embargo, cuando entré a la universidad todo dejó de ser “color de rosa”. La primea clase a la que asistí se llamaba Comprensión de Textos y me aterroricé cuando escuché que la profesora, dentro de la exposición del programa del curso, hablaba sobre etapas de la escritura, citas y referencias bibliográficas, entre otras cosas que nunca antes había oído. Desde ahí supe que en la universidad tendría muchos más retos y responsabilidades, pero vi esto como una oportunidad para mejorar cada día más.

En ese primer semestre, mi proceso de escritura tuvo otros avances muy significativos. Comprendí la importancia de citar y referenciar, de tener en cuenta las etapas de la escritura, de instruirme sobre el tipo de texto que debía escribir antes de hacerlo, de hacer que mi texto lo revisen otras personas para mejorarlo de acuerdo a las diversas opiniones, de hacer una revisión minuciosa después de la redacción, etc. Me gustaría poder decir que hoy en día, en tercer semestre, aplico absolutamente todo lo que aprendí. Desafortunadamente no es así, aunque espero que eso cambie pronto.

A pesar de las fallas que tengo todavía, me siento muy orgullosa de poder decir hoy, a mis 17 años y mientras curso tercer semestre de Comunicación, que ya no tengo la sensación de que escribo bien “por instinto”. Todo lo que he aprendido me ha dado las herramientas para que pueda encontrarle una explicación racional a cada palara, a cada oración, a cada párrafo y a cada texto que hago.

Me es satisfactorio también decir que cada día sigo aprendiendo más, que con cada texto que escribo o leo mis neuronas se reproducen significativamente y que con cada crítica que recibo fortalezco más mi escritura. Soy consciente de que mis textos no son perfectos, es más, creo que nunca nadie podrá alcanzar la perfección en la escritura. Sin embargo, reconozco que existen grandes diferencias entre los textos que produzco hoy y los que hacía al inicio de mi carrera.

Para terminar, quiero decir que me emociona de sobremanera saber que pronto, probablemente, seré una colaboradora en el proceso de escritura de muchos otros estudiantes javerianos. Me gusta porque sé que seguiré aprendiendo mientras les colaboro a los otros jóvenes para que se conviertan en mejores escritores. Sé que no será una tarea fácil, pero me encantaría seguir nutriendo este proceso que, como todo proceso, es interminable.

jueves, 2 de septiembre de 2010

ACTIVIDAD 6 CDE - REFLEXIÓN

Presentado por: Natalia Guevara y Lina Uribe

Generalmente, todos los problemas de un texto obedecen a que el autor no sigue correctamente las etapas de la escritura. El estudiante que escribió el texto analizado no fue la excepción. En el escrito encontramos poca delimitación del tema a tratar, falta de orden en los conceptos y argumentos, falencias en el planteamiento de la tesis, entre otras cosas que nos permiten ver la ausencia de planeación. Si el estudiante hubiera tenido en cuenta esta primera etapa de la escritura, podría haber logrado ordenar sus ideas por medio de herramientas como la lluvia de ideas o el mapa conceptual antes de dedicarse a escribir. También pudimos percibir que hubo grandes fallas en la etapa de textualización ya que nos dio la impresión que el estudiante escribía las ideas tal y como llegaban a su mente, sin un orden específico. Además algunas veces presentaba serias desviaciones de lo que, se supone, era el tema principal. Por último, creemos que definitivamente el estudiante no practicó la etapa de revisión. Encontramos muchas incoherencias y errores de ortografía y digitación que fácilmente pudieron ser corregidos con una lectura del texto. Todas estas fallas pudieron deberse también a haber dejado la tarea de escribir para último momento, lo que explica por qué no se siguieron las etapas de la escritura. Además, percibimos que aunque el estudiante tenía buena información no la supo sistematizar para lograr una unanimidad en el texto.

lunes, 23 de agosto de 2010

ACTIVIDAD 4 - CENTRO DE ESCRITURA

Creo que la mejor manera de iniciar mi reflexión sobre el texto es contar los problemas a los que me veo enfrentada cuando escribo y que ahora puedo identificar con más claridad gracias a Carlino. Uno de los más frecuentes es, creo, el primero: no imaginar a mis lectores y limitarme solamente a reflejar mis pensamientos en los textos. Antes, en los inicios de mi escritura, o en el “génesis”, como diría Carlino, pensaba que escribir era algo tan personal que los lectores debían esforzarse para descifrar las ideas que yo quería transmitir. Por eso, cuando escribía nunca pensaba mis lectores ni en la intención del texto sino simplemente en exponer mis ideas de una manera sistematizada y que yo, sólo yo, pudiera entender en cualquier momento. Con el paso del tiempo y todos mis tropiezos he ido aprendiendo a pensar siempre en mis lectores antes de escribir, a fin de cuentas para ellos es que lo hago.


Siguiendo por la línea de los problemas que identificó Carlino, creo que el segundo es muy acertado y he podido verlo por montones en el campo en el que me desenvuelvo. La autora del texto lo denomina “Desaprovechar la potencialidad epistémica del escribir”, pero yo lo llamaría “miedo a indagar y transformar los conocimientos existentes”. No puedo negar que he sido víctima, y aún lo soy en muchas ocasiones, de ese miedo que produce pensar en la posibilidad de indagar en los temas y tratar de producir y transformar el conocimiento cuando lo más fácil es escribir un texto coherente con lo que ya sabemos y manejamos “a la perfección”. Es un autoengaño muy frecuente, pues aunque puede dar buenos resultados en algunas ocasiones, no nos permite avanzar y expandir nuestros campos de saber.


El tercer problema que expone Carlino es, para mí, el más común en todas las áreas y grados de conocimiento. Existe una tendencia entre los escritores “inexpertos” que consiste en que consideramos el primer borrador de un texto como la versión final, sujeta sólo a cambios superfluos referentes, casi siempre, a la ortografía. Este miedo a cambiar la forma como formulamos una idea, los argumentos que usamos para respaldarla, la jerarquización de las mismas, entre otros, es lo que hace que, al final, nuestros “textos finales” sean vistos por los lectores como lo que son en realidad: primeros borradores.


Afortunadamente, el cuarto problema no lo he experimentado tanto como los tres primeros. Muchas veces creemos que lo mejor que podemos hacer antes de escribir un texto es consultar toda la bibliografía posible para así tener más material a la hora de sentarnos a redactar. El problema es, como lo expone Carlino, que la bibliografía consultada es tanta y le damos tan poco tratamiento crítico que, al final, nuestros textos son la transcripción de los pensamientos de varios autores. Esto sumado a que no pensamos en los lectores, no transformamos nuestros conocimientos y, en la etapa de revisión, hacemos sólo correcciones superficiales, es lo que hace que los textos que escribimos no sean de la calidad que, se supone, debería tener una persona próxima a ser profesional o incluso una que ya lo es.


Después de relacionar los cuatro problemas que expone el texto con lo que me sucede a diario en mi vida académica, me encuentro aún más de acuerdo con tesis que desarrolla Carlino en su texto, que radica principalmente en que es necesario crear modelos sobre la producción escrita que tengan en cuenta el contexto y permitan diseñar prácticas pedagógicas, que además ayuden realmente a que los escritores “inexpertos” no cometan siempre las mismas fallas.


La mayoría de estos problemas, por no decir que todos, se puede atenuar con la implementación de la enseñanza de las etapas de la escritura. Por ejemplo, para evitar el primer problema, el escritor, en la etapa de planeación, puede hacerse varias preguntas acerca de sus futuros lectores y tener en cuenta estos aspectos a la hora de escribir. El segundo problema también se puede evitar en esta primera etapa con herramientas como la lluvia de ideas o la escritura automática, que nos permiten ver con qué conocimientos contamos y en cuáles necesitamos profundizar para que nuestro texto quede más complejo.


El tercer problema lo podemos corregir en la etapa de revisión. Lo importante es que abandonemos el miedo a hacerle cambios radicales a nuestro texto “terminado”. Es probable que después de habernos alejado un poco del texto tengamos nuevas y brillantes ideas que podrían aportarle mucho. Por último, el cuarto problema puede ser disminuido si, al mismo tiempo que vamos consultando la bibliografía, la sistematizamos en esquemas, identificamos sus ideas principales y secundarias y la relacionamos con la intención que tendrá nuestro texto. Así, éste último no será la transcripción de pensamientos de otra persona sino una composición del escritor.


No puedo terminar este escrito sin mencionar algo que me llamó mucho la atención del texto trabajado: la autora, que en un principio narra el problema, luego expone las cuatro dificultades y después hace algunas relaciones, cuenta, al final, las dificultades por las que ella atravesó antes de terminar completamente su escrito. De esta manera, nos muestra que ni ella misma está exenta de las dificultades que expone y que absolutamente todos los textos son un proceso, no el resultado de un “momento fortuito y efímero de iluminación”.

domingo, 22 de agosto de 2010

MEMORIAS DE MIS DULCES DÍAS

-Amiga, ¿a cómo tenés los chocolates?

-A mil y mil doscientos con relleno de arequipe.

-¿En serio tienen relleno de arequipe?

-Sí, son deliciosos.

-Uy. ¿Y esto qué es?

-Masmelos con chocolate, a trescientos.

-Ah, no. Dame mejor un chocolate de los que tienen relleno, ¿cuáles son?

-Estos de acá. ¿Lo quieres blanco, negro o combinado?

-Combinado… No, no, mejor blanquito.

-Tenlo. ¿Tienes los doscientos?

-Espérate veo. Sí, sí, aquí están. Gracias.

-Con mucho gusto, que estés bien.


Primer chocolate vendido. Me siento tranquila porque ya sé que tendré para el pasaje de regreso a mi casa. La gente pasa, mira mi caja ubicada a un extremo de la mesa y sigue su camino. Algunos caminan con mucho afán, tal vez porque van tarde para clase. Una joven se detiene a detallar los chocolates. Pongo mi mejor cara y me dispongo a atenderla.


-A la orden.

-Gracias, ¿a cómo tenés los chocolates?

-A mil y mil doscientos con relleno de arequipe.

-No, no. Dame uno sin relleno.

-Bueno. ¿Blanco, negro o combinado?

-¿Cómo así combinado?

-Así: con chocolate blanco por un lado y negro por el otro.

-Bueno, dame ese. Ah, ¿pero no tenés uno que no diga TE AMO? Es que es para regalárselo a un amigo.

-Mm, dicen DULZURA, CORAZÓN DE CHOCOLATE y TE EXTRAÑO.

-Dame el de CORAZÓN DE CHOCOLATE.

-Aquí lo tienes. Con mucho gusto.

-Gracias.


-Uy, ¡qué rico! ¿A cómo son los dulces?

-Los chocolates son a mil y mil doscientos con relleno de arequipe; los Masmelos, a trescientos.

-Ah, parce, ¿vos querés? ¿Sí? Bueno. Dame dos, por favor.

-Bueno, cógelos.

-Dame éste y… éste. ¿Cuánto te debo?

-Seiscientos.

-Míralos. Gracias.

-Con mucho gusto.


Me agrada ver el gusto con el que los clientes se comen su producto. Me gusta endulzar la tarde de mis compañeros de universidad. Estoy leyendo pero no me puedo concentrar, me lo impiden las miradas de los que pasan y se distraen con mi caja de chocolates. Decido entonces organizar en mi billetera la plata que he recogido. Aj, el bolsillo de las monedas se rompió, ahora se me salen. No importa, las meteré con mucho cuidado. Viene uno de mis clientes fieles.


-Hola, ¿cómo estás?

-Bien, ¿y vos?

-Bien. Dame uno de los de siempre.

-Combinado con arequipe, ¿cierto?

-Ajá. ¿Cuánto es que vale?

-Mil doscientos

-Aquí están. Gracias. ¿Hasta qué hora vas a estar aquí?

-Por ahí hasta las seis.

-Ah, bueno. Nos vemos ahora que salga de clase. Chao.

-Chao.


-Ay, ¿a cómo tenés estos chocolaticos chiquitos?

-Son Masmelos con chocolate, a trescientos.

-Eh… Dame… Eh… ¿cuatro por mil? (risas).

-(risas) No. La promoción es siete por dos mil.

-(risas) Bueno, dame cinco. Espérate que creo que tengo monedas.

-Muchísimo mejor.

-Mira. Gracias. ¿Siempre estás aquí?

-Sí, ésta es mi “oficina” (risas).

-(risas) Está bien, ahora de pronto paso y te compro más.

-Aquí te espero.


Ya estoy feliz. No sé qué me pone así. Tal vez sea la alegría que me trasmiten mis clientes o el saber que la frecuencia de ventas empieza a aumentar y voy a poder cumplir con mi meta diaria. Seguramente son las dos cosas. Trato de seguir leyendo pero tengo otra interrupción.


-Amiga, ¿vendés cigarrillos?

-No, sólo chocolates.

-Ah, bueno. Gracias.


Creo que si vendiera cigarrillos ganaría mucho más, pero no. No puedo vender cigarrillos porque, primero, me molesta el humo entonces no puedo mantener en zona de fumadores; segundo, porque, como no fumo, no conozco absolutamente nada acerca de cigarrillos y tercero, porque me sentiría mal conmigo misma. Todavía no abandono esas cursilerías.


El pasillo ya está solitario, la única que está es la aseadora morena que mantiene contenta contando que le hace falta un año para jubilarse porque ya lleva 19, los cumplió en el mes de agosto. Veo que algunos profesores pasan y la saludan amablemente. Ella les responde igual. A mí no me parece que sea tan amable porque un día se encontró mi carné en el suelo al lado mío y me preguntó que si me pertenecía. Yo le dije que sí, que muchas gracias, pero ella como que no escuchó y se fue diciendo que qué mal educada era yo, que al menos le hubiera agradecido que no me iba a pasar nada por hacerlo.


-¿Vos sos la que vendés los chocolates rellenos de arequipe?

-Sí, a mil doscientos.

-Uy, son deliciosos. Dame dos, por favor.

-¿Blancos, negros o combinados?

-Eh… ¿ustedes quieren? Dame mejor cuatro. Dos blancos y dos combinados.

-Míralos.

-¿Cuánto te debo?

-Cuatro mil ochocientos.

-¿Tenés devuelta de un billete de veinte?

-Pues me tocaría ir a cambiarlo.

-Ah, no. Aquí encontré uno de cinco.

-Mira la devuelta, con mucho gusto.

-Gracias amiga.


Y así transcurre gran parte de la tarde. Los clientes vienen, miran, compran, agradecen y siguen su camino. Me alegra saber que el 99,9% de las personas que se acercan me compran. Nadie se va con las manos vacías. En la universidad me llamo niña, amiga, señorita, amiguita, chocolates, dulces, entre otros. Incluso una vez un cliente me dijo “negrita”. Eso nunca lo olvidaré, sobre todo por estrecha relación entre el sobrenombre y el color de mi piel.


Han pasado casi tres horas desde que llegué y apenas he leído diez páginas. No importa, tengo tiempo para hacer la tarea en mi casa, lo que me importa es vender. Me acuerdo de que debo sacar un libro de la biblioteca e inmediatamente pienso que sería una buena idea porque por allá siempre hay gente que me compra. Empaco todo en mi maleta, me paro, organizo la silla, miro que no se me haya quedado nada y me voy. En el camino escucho que alguien me grita. Me volteó y veo a esa persona que me habla con voz agitada.


-Amiga, ah, ¿qué llevas ahí?

-Chocolates con relleno de arequipe, sin relleno y Masmelos con chocolate.

-No, no. Dame un chocolate normal, de los negritos.

-¿Con crispi o maní?

-Crispi. ¿Cuánto vale?

-Mil.

-Dame otro igual.

-Bueno, con mucho gusto.

-Gracias amiguita.


Ya en la biblioteca, me doy cuenta de que el libro que quiero leerme está “En catalogación”. Le pregunto a Víctor, el joven que está casi siempre de pie en la entrada, que qué quiere decir “En catalogación”. Me responde que eso sucede cuando es un libro nuevo y todavía no está registrado totalmente, pero que si yo quiero puedo decirle cuál es para ellos agilizar el trámite. Le doy todos los datos del libro. Salgo y afuera hago unas cuantas ventas. Mi caja ya está casi vacía y tengo un poco más de veinte mil, mi meta diaria.


Cuando voy subiendo hacia El Samán me encuentro con Oscar, un estudiante de Derecho que siempre que me ve, sin importar la distancia, busca monedas en su bolsillo para comprarme un masmelo cubierto con chocolate blanco. Nos saludamos, le vendo y seguimos nuestros caminos.


Me encuentro nuevamente en “mi oficina”, que en realidad es una mesita del edificio El Samán en donde siempre me siento porque el pasillo en donde está es camino obligatorio para todos los estudiantes que ven clase en alguno de los salones de este edificio o para las personas que se dirigen hacia la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, mi facultad. Pasan algunos de mis profesores y me saludan efusivamente. Todos siguen pero uno se detiene y me cuenta de un proyecto que tiene con otro profesor y que consiste en formar un club de lectura pero que todavía no tienen bien estructurado nada. Le digo que cuenten conmigo, que sería un placer para mí pertenecer a este club. Que me avisen cuando haya algo decidido. Me da un beso en la mejilla, se despide y se va.


Ya oscureció y no puedo seguir leyendo aquí. Cuento mi plata. Tengo casi treinta mil, ha sido un día excelente para las ventas. Saco los mil quinientos del bus y los guardo en el bolsillo del pantalón. La billetera regresa, con todos los billetes en orden, al bolsillo del maletín. Empaco todo menos la caja de chocolates, puede que alguien se antoje por el camino. Miro qué chocolates se agotaron y trato de recordar si tengo de estos en la casa. La respuesta es casi siempre negativa y significa que cuando llegue a mi casa debo hacer chocolates.


En el bus voy pensativa. Hago un recuento de lo que me pasó en todo el día y organizo las tareas que tengo por hacer. Después de casi una hora llego a mi casa, saludo a mis papás y a mis hermanitos, como y organizo todos los chocolates. Primero, los que tienen relleno de arequipe: en una fila los negros, en otra los blancos y en otra los combinados. Luego, los que no tienen relleno: en una fila los que tienen crispi, en otra los de maní, en otra los blancos y en otra los combinados. Consigo un lapicero y una hoja y escribo cuántos debo hacer de cada clase. Cuento también cuántos Masmelos faltan para completar los treinta que llevo cada día. Pongo a derretir el chocolate y me siento un ratico en la silla reclinable de la sala de mi casa. Suspiro. Después de un dulce día me espera siempre una larga noche de producción.


Y luego… a hacer tareas.