-Amiga, ¿a cómo tenés los chocolates?
-A mil y mil doscientos con relleno de arequipe.
-¿En serio tienen relleno de arequipe?
-Sí, son deliciosos.
-Uy. ¿Y esto qué es?
-Masmelos con chocolate, a trescientos.
-Ah, no. Dame mejor un chocolate de los que tienen relleno, ¿cuáles son?
-Estos de acá. ¿Lo quieres blanco, negro o combinado?
-Combinado… No, no, mejor blanquito.
-Tenlo. ¿Tienes los doscientos?
-Espérate veo. Sí, sí, aquí están. Gracias.
-Con mucho gusto, que estés bien.
Primer chocolate vendido. Me siento tranquila porque ya sé que tendré para el pasaje de regreso a mi casa. La gente pasa, mira mi caja ubicada a un extremo de la mesa y sigue su camino. Algunos caminan con mucho afán, tal vez porque van tarde para clase. Una joven se detiene a detallar los chocolates. Pongo mi mejor cara y me dispongo a atenderla.
-A la orden.
-Gracias, ¿a cómo tenés los chocolates?
-A mil y mil doscientos con relleno de arequipe.
-No, no. Dame uno sin relleno.
-Bueno. ¿Blanco, negro o combinado?
-¿Cómo así combinado?
-Así: con chocolate blanco por un lado y negro por el otro.
-Bueno, dame ese. Ah, ¿pero no tenés uno que no diga TE AMO? Es que es para regalárselo a un amigo.
-Mm, dicen DULZURA, CORAZÓN DE CHOCOLATE y TE EXTRAÑO.
-Dame el de CORAZÓN DE CHOCOLATE.
-Aquí lo tienes. Con mucho gusto.
-Gracias.
-Uy, ¡qué rico! ¿A cómo son los dulces?
-Los chocolates son a mil y mil doscientos con relleno de arequipe; los Masmelos, a trescientos.
-Ah, parce, ¿vos querés? ¿Sí? Bueno. Dame dos, por favor.
-Bueno, cógelos.
-Dame éste y… éste. ¿Cuánto te debo?
-Seiscientos.
-Míralos. Gracias.
-Con mucho gusto.
Me agrada ver el gusto con el que los clientes se comen su producto. Me gusta endulzar la tarde de mis compañeros de universidad. Estoy leyendo pero no me puedo concentrar, me lo impiden las miradas de los que pasan y se distraen con mi caja de chocolates. Decido entonces organizar en mi billetera la plata que he recogido. Aj, el bolsillo de las monedas se rompió, ahora se me salen. No importa, las meteré con mucho cuidado. Viene uno de mis clientes fieles.
-Hola, ¿cómo estás?
-Bien, ¿y vos?
-Bien. Dame uno de los de siempre.
-Combinado con arequipe, ¿cierto?
-Ajá. ¿Cuánto es que vale?
-Mil doscientos
-Aquí están. Gracias. ¿Hasta qué hora vas a estar aquí?
-Por ahí hasta las seis.
-Ah, bueno. Nos vemos ahora que salga de clase. Chao.
-Chao.
-Ay, ¿a cómo tenés estos chocolaticos chiquitos?
-Son Masmelos con chocolate, a trescientos.
-Eh… Dame… Eh… ¿cuatro por mil? (risas).
-(risas) No. La promoción es siete por dos mil.
-(risas) Bueno, dame cinco. Espérate que creo que tengo monedas.
-Muchísimo mejor.
-Mira. Gracias. ¿Siempre estás aquí?
-Sí, ésta es mi “oficina” (risas).
-(risas) Está bien, ahora de pronto paso y te compro más.
-Aquí te espero.
Ya estoy feliz. No sé qué me pone así. Tal vez sea la alegría que me trasmiten mis clientes o el saber que la frecuencia de ventas empieza a aumentar y voy a poder cumplir con mi meta diaria. Seguramente son las dos cosas. Trato de seguir leyendo pero tengo otra interrupción.
-Amiga, ¿vendés cigarrillos?
-No, sólo chocolates.
-Ah, bueno. Gracias.
Creo que si vendiera cigarrillos ganaría mucho más, pero no. No puedo vender cigarrillos porque, primero, me molesta el humo entonces no puedo mantener en zona de fumadores; segundo, porque, como no fumo, no conozco absolutamente nada acerca de cigarrillos y tercero, porque me sentiría mal conmigo misma. Todavía no abandono esas cursilerías.
El pasillo ya está solitario, la única que está es la aseadora morena que mantiene contenta contando que le hace falta un año para jubilarse porque ya lleva 19, los cumplió en el mes de agosto. Veo que algunos profesores pasan y la saludan amablemente. Ella les responde igual. A mí no me parece que sea tan amable porque un día se encontró mi carné en el suelo al lado mío y me preguntó que si me pertenecía. Yo le dije que sí, que muchas gracias, pero ella como que no escuchó y se fue diciendo que qué mal educada era yo, que al menos le hubiera agradecido que no me iba a pasar nada por hacerlo.
-¿Vos sos la que vendés los chocolates rellenos de arequipe?
-Sí, a mil doscientos.
-Uy, son deliciosos. Dame dos, por favor.
-¿Blancos, negros o combinados?
-Eh… ¿ustedes quieren? Dame mejor cuatro. Dos blancos y dos combinados.
-Míralos.
-¿Cuánto te debo?
-Cuatro mil ochocientos.
-¿Tenés devuelta de un billete de veinte?
-Pues me tocaría ir a cambiarlo.
-Ah, no. Aquí encontré uno de cinco.
-Mira la devuelta, con mucho gusto.
-Gracias amiga.
Y así transcurre gran parte de la tarde. Los clientes vienen, miran, compran, agradecen y siguen su camino. Me alegra saber que el 99,9% de las personas que se acercan me compran. Nadie se va con las manos vacías. En la universidad me llamo niña, amiga, señorita, amiguita, chocolates, dulces, entre otros. Incluso una vez un cliente me dijo “negrita”. Eso nunca lo olvidaré, sobre todo por estrecha relación entre el sobrenombre y el color de mi piel.
Han pasado casi tres horas desde que llegué y apenas he leído diez páginas. No importa, tengo tiempo para hacer la tarea en mi casa, lo que me importa es vender. Me acuerdo de que debo sacar un libro de la biblioteca e inmediatamente pienso que sería una buena idea porque por allá siempre hay gente que me compra. Empaco todo en mi maleta, me paro, organizo la silla, miro que no se me haya quedado nada y me voy. En el camino escucho que alguien me grita. Me volteó y veo a esa persona que me habla con voz agitada.
-Amiga, ah, ¿qué llevas ahí?
-Chocolates con relleno de arequipe, sin relleno y Masmelos con chocolate.
-No, no. Dame un chocolate normal, de los negritos.
-¿Con crispi o maní?
-Crispi. ¿Cuánto vale?
-Mil.
-Dame otro igual.
-Bueno, con mucho gusto.
-Gracias amiguita.
Ya en la biblioteca, me doy cuenta de que el libro que quiero leerme está “En catalogación”. Le pregunto a Víctor, el joven que está casi siempre de pie en la entrada, que qué quiere decir “En catalogación”. Me responde que eso sucede cuando es un libro nuevo y todavía no está registrado totalmente, pero que si yo quiero puedo decirle cuál es para ellos agilizar el trámite. Le doy todos los datos del libro. Salgo y afuera hago unas cuantas ventas. Mi caja ya está casi vacía y tengo un poco más de veinte mil, mi meta diaria.
Cuando voy subiendo hacia El Samán me encuentro con Oscar, un estudiante de Derecho que siempre que me ve, sin importar la distancia, busca monedas en su bolsillo para comprarme un masmelo cubierto con chocolate blanco. Nos saludamos, le vendo y seguimos nuestros caminos.
Me encuentro nuevamente en “mi oficina”, que en realidad es una mesita del edificio El Samán en donde siempre me siento porque el pasillo en donde está es camino obligatorio para todos los estudiantes que ven clase en alguno de los salones de este edificio o para las personas que se dirigen hacia la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, mi facultad. Pasan algunos de mis profesores y me saludan efusivamente. Todos siguen pero uno se detiene y me cuenta de un proyecto que tiene con otro profesor y que consiste en formar un club de lectura pero que todavía no tienen bien estructurado nada. Le digo que cuenten conmigo, que sería un placer para mí pertenecer a este club. Que me avisen cuando haya algo decidido. Me da un beso en la mejilla, se despide y se va.
Ya oscureció y no puedo seguir leyendo aquí. Cuento mi plata. Tengo casi treinta mil, ha sido un día excelente para las ventas. Saco los mil quinientos del bus y los guardo en el bolsillo del pantalón. La billetera regresa, con todos los billetes en orden, al bolsillo del maletín. Empaco todo menos la caja de chocolates, puede que alguien se antoje por el camino. Miro qué chocolates se agotaron y trato de recordar si tengo de estos en la casa. La respuesta es casi siempre negativa y significa que cuando llegue a mi casa debo hacer chocolates.
En el bus voy pensativa. Hago un recuento de lo que me pasó en todo el día y organizo las tareas que tengo por hacer. Después de casi una hora llego a mi casa, saludo a mis papás y a mis hermanitos, como y organizo todos los chocolates. Primero, los que tienen relleno de arequipe: en una fila los negros, en otra los blancos y en otra los combinados. Luego, los que no tienen relleno: en una fila los que tienen crispi, en otra los de maní, en otra los blancos y en otra los combinados. Consigo un lapicero y una hoja y escribo cuántos debo hacer de cada clase. Cuento también cuántos Masmelos faltan para completar los treinta que llevo cada día. Pongo a derretir el chocolate y me siento un ratico en la silla reclinable de la sala de mi casa. Suspiro. Después de un dulce día me espera siempre una larga noche de producción.
Y luego… a hacer tareas.